EL TORO MANSO QUE AL MORIR DEPRIMIÓ A ANTOÑETE.
Fue su fiel compañero durante 11 años, hasta que un tumor se
llevó por delante al gran semental.
Su muerte, en 2004, fue el motivo que llevó a Antonio Chenel
a sufrir una severa depresión y a vender su ganadería. el prestigioso
periodista y colaborador de magazine julio césar iglesias cuenta la increíble h
istoria de una relación que comenzó cuando, misteriosamente,
Romerito no embistió al matador como un toro bravo, sino que prefirió comerse
las bellotas que vareaba bajo una encina de su finca.
A primeros de octubre, Antoñete hablaba una vez más con
Pedro Gutiérrez Moya, el Niño de la
Capea.
–¿Cómo te va, Antonio?
–Todo ha cambiado desde que falta Romerito.
Ya sabes que con Romerito II, el sucesor, las cosas nunca
fueron iguales.
Con Atrevido y Siestecita, los otros sementales, tampoco. A
finales de junio me he desprendido de la ganadería.
Romerito fue un toro puro Murube que Capea le regaló en
1993. Poco antes, Antonio había comprado 25 vacas del mismo encaste. Sería una
especie de patriarca de la ganadería con la que pensaba cumplir un sueño
pendiente: su último sueño profesional.
Las razones de esa preferencia eran muy simples.
Fiel al principio según el cual todo torero hace su carrera
a partir de un único toro, Antonio Chenel (Madrid, 1932) llevaba en la cabeza a
un murube de Bohórquez al que le había cortado las dos orejas en su temporada
de alternativa.
La fijeza de aquel Casablanca y su galope templado y
progresivo estaban hechos para una muleta de alta costura como la suya.
Representaba su ideal de toro, así que...
Pedro y Carmen Capea decidieron regalarle a Romerito.
Era utrero y procedía de una tienta de machos, un casting de
sementales que habían organizado como siempre en Espino, su finca salmantina de
San Pelayo de Guareña.
Participaron en él Mario Herrero y Javier Conde, fue lidiado
por Mario y recibió una buena calificación: sobresaliente en el caballo y
notable en la muleta. «Bravísimo y muy pronto, pero demasiado agresivo», anotó
Pedro en su cuaderno de campo.
Además era listón; tenía el espinazo rubio, y a Pedro, muy
escrupuloso con tipos, colores y comportamientos, le gustaban las capas negras.
Un día sonó el teléfono.
Llamaba Antoñete: dijo que iba a emprender su aventura de
ganadero. Había comprado una punta de 25 vacas.
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Meses más tarde, en su finca de Navalagamella, al norte de
Madrid, impaciente como un padre primerizo, Antonio despachó una cajetilla de
tabaco mientras esperaba la llegada del camión con su semental.
De pronto se abrió la trampilla y apareció aquel torazo.
Era un galán, un pavo, el tren de las doce.
Lo que se dice un tío.
Instintivamente le retocó el nombre.
Para él no sería Romerito: sería Romero, Ro-me-ro.
Como declaración de intenciones, lo echó inmediatamente a
las vacas.
Romero se distanció, se acomodó y empezó a hacer su vida
íntima sin incidencias.
Al final del otoño, Antonio repasó las encinas: se habían
cuajado de bellotas.
Empezó a varear, el suelo se llenó de aquellas cuentas
doradas, puro ámbar, y las vacas estiraban el cuello y venían a fisgar. Antonio
miró de reojo por si Romero se proponía marcar el territorio y tocaba salir de
naja.
Nada que temer: seguía las operaciones a distancia,
indiferente como un tótem.
Tranquilo él, tranquilo yo.
Embebido en las tareas de campo, Antonio repetía
invariablemente sus rutinas de ganadero: vareaba las encinas, permitía que las
vacas se acercaran a discreción y fumaba su cigarrito, sentado en uno de los
tres poyos desde los que se abría el horizonte de la finca.
Por la fuerza de la costumbre, un día fumó, vareó, se
distrajo, resopló y justo entonces sintió un toque sospechoso en el empeine del
pie izquierdo.
Para alguien que había matado más de mil toros estaba claro
que aquél era el toque redondo de la pala de un pitón.
Casi no se atrevía a mirar, pero miró.
Sobre el zumbido de su propia yugular, la música de la
taquicardia, acertó a verlo sin interferencias.
Era el mismísimo Romero: el expreso de las doce.
En situaciones como aquélla había que abstraerse y escuchar
al sistema nervioso.
Se encogió de hombros, aceptó la situación con el estoicismo
sobrio de los toreros, Elegancia bajo presión, decía Hemingway, y murmuró, como
en una confidencia, lo que estaba pensando.
–Sé que no tengo escapatoria, Romero.
Además no habría dónde ir.
Puede que te arranques y que me eches mano.
En ese caso estaré perdido: ya ves que la casa queda lejos y
que no hay dónde resguardarse.
Me quedaré aquí, esperando a que decidas por los dos.
Y que pase lo que tenga que pasar.
No hubo cogida. Tiempo después, imposible saber cuánto,
Romero se fue muy despacio.
Empezaron así una relación telepática.
Cada vez que se le aproximaba aquel grandullón de casi 600
kilos, Antonio sentía una mezcla de inquietud y curiosidad.
La superaba con un antiguo recurso de superviviente: ante la
sensación de peligro lo aconsejable era disfrutar del miedo.
Si acaso, se permitiría algunas precauciones elementales.
Por ejemplo, la de recoger dos puñados de las bellotas mejor
esmaltadas para llenarse el bolsillo.
Luego encendía el cigarro y fingía indiferencia, como quien
se hace el quite del perdón.
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En cuanto le veía, Romero se acercaba con la prestancia de
los toros dominantes.
Para prevenir malentendidos Antonio le lanzaba las bellotas
10 ó 15 metros
más allá. Pero Romero seguía avanzando sobre sus pezuñas de plomo, y él
recuperaba la sensación de fragilidad y le repetía su habitual discurso de
subordinado.
–Sé que no tengo escapatoria, Romero. Además no habría dónde
ir...
–Cuando quiso darse cuenta, estaba dándole las bellotas en
la mano. Un día llamó a Pedro Capea.
–Aunque te parezca mentira, Pedro, no me has regalado un
toro: me has buscado un amigo. Le hablo, se acerca, me respeta, me escucha, le
doy de comer...
–Pero, ¿te has vuelto loco? Eso es una chaladura de ganadero
nuevo, Antonio.
Digo más: un día se va a arrancar y te va a partir en dos.
Ya es un milagro que ahora mismo puedas contarlo.
Si no quieres tener un disgusto serio, recapacita. ¿Vale?
–Vale, Pedro.
No valía, Pedro. Pasó la temporada de bellotas y Antonio le
ofrecía en el cuenco de la mano unos cuantos tacos de pienso compuesto. Romero
los retiraba con una delicadeza inaudita.
Tenía la cornamenta larga y acapachada; dos leños que se
abrían, bajaban y remontaban su curva de guadaña.
Aunque le habían recortado las puntas en Salamanca, parecía
imposible que en algún movimiento instintivo no le alcanzase las sienes con el
pitón.
El secreto era sorprendente: antes de volver la cabeza, daba
un pasito atrás.
¿Cómo podía evitar su fascinación por aquel toro?
En 1997 Pedro Capea le hizo una petición inesperada: «Oye,
Antonio: querría que me prestases a Romerito durante algún tiempo para
echárselo a las vacas otra vez.
Todos sus hijos han salido extraordinarios. Cuatro de los
toros por los que me han dado el premio a la mejor corrida de Fallas eran
suyos.
El toro Ladrillero al que Ponce le cortó el rabo en la feria
de Salamanca también...
Romero volvió a Espino. En el viaje a Salamanca desguazó la
caja del camión.
Luego, a su llegada, proclamó la ley marcial y empezó a
embestir como una excavadora.
Aún más: en un descuido se arrancó por sorpresa, alcanzó el
caballo que montaba Pedro y estuvo a punto de derribarlo. Posteriormente fue
trasladado a El Cañito, la finca de Extremadura.
Allí declaró la guerra total: se aquerenció con las higueras
y derribó más de 40. Convertía cualquier trámite de mantenimiento en un
problema.
Mientras tanto, Antonio descontaba los meses mirando el
reloj.
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Pasados tres años, Pedro lo devolvió a Navagamella.
Antoñete estaba lleno de dudas: no había vuelto a verlo, y
por segunda vez llegaba precedido de su leyenda de camorrista.
Abrieron la trampilla medio destrozada del camión, salió
Romerito, le habló Antonio, «Vamos, vamos, ya estás en tu casa», y Romerito se
convirtió en Romero.
Convivió con Antonio cinco años más.
En 2004 le detectaron un bulto en un costado.
El veterinario lo examinó en la corraleta y puso mala cara.
Compungido, Antonio preguntó si no había alguna solución
quirúrgica para el caso. La dolencia era incurable.
Por último, quiso saber qué esperanza de vida le calculaba.
El veterinario respondió que dos o tres meses.
Antonio tomó una decisión: le abriría la puerta y lo dejaría
que se fuera con sus vacas.
Quedaría con él a la hora convenida. Como siempre y hasta el
final.
Romero murió en algún momento del verano. Se fue al limbo de
los toros y dejó a Antoñete como un alma en pena.
Dicen que Antoñete, siempre melancólico , no quiso seguir
con el ganado tras la muerte de 'Romerito', su semental.
FUENTE:
http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2007/426/1195978350.html
VIDEO:
http://www.metacafe.com/watch/2414363/anto_ete_y_su_mascota/
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►► DISEÑO de FOTO: Graciela Patrón
https://www.facebook.com/graciela.patron
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C.E.M.A. Contra el Maltrato Animal (Argentina)
www.facebook.com/CEMA.contraelmaltratoanimal
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